Cromañón es la miseria del hombre en estado puro. Un espejo de lo que somos. De cómo vivimos, matamos y morimos en nuestra ley. La ley del argento, del atorrante, del famoso “lo-atamos-con-alambre”. Todos acusan, pero nadie se culpa de nada. Cromañón somos todos. Cromañón es Chabán, Ibarra, Callejeros y el que encendió la bengala que desató la ¿tragedia? Pero también lo son el que te contrata en negro, el que usufructúa la necesidad del otro o vende barbijos a $20. Cromañón es Argentina. Aceptamos vivir así: amontonados, engañados, alienados, envenenados, al borde de la tragedia. Y la tragedia somos nosotros, en nuestro afán de obtenerlo todo (y un poco más también) con el mínimo esfuerzo posible.
El rock siempre vivió de Cromañones. Siempre habitó en las cavernas, en lugares de mala muerte, en pocilgas teñidas de alcohol, drogas y violencia desmedida. Nunca fue tan rentable el negocio del Puti Club. Las reglas son claras para el ambiente: el reviente es lo que vale, lo que garpa. Cada uno juega su rol: el músico que en vez de promover su obra incita al descontrol, el manager que te hace ganar más guita (cueste lo que cueste), el dueño del boliche, el comisario que es adornado, el inspector que mira para otro lado, el patovica que encadena las puertas, el dealer que reparte las drogas, las hordas descontroladas que siguen a sus grupos favoritos. Celebran el ritual pagano, el pertenecer a un infra-mundo (underground) que los deposita en niveles de pertenencia ajenos a lo correcto, a lo-que se-debe-ser. El rock invita al peligro. Es mundano, oscuro, vehemente y trasgresor. En él todo vale, todo es borde.
En sus inicios, el rock fue una variante musical derivada del blues. Luego intentó ser un símbolo, una protesta anti-sistema. Hasta que se convirtió en negocio, y la roca dejó de rodar. Cambiaron las normas, los hábitos y las costumbres. Cambiaron las letras, las melodías, los principios y los fines. Cambiaron los jugadores. Aparecieron los sellos, los monopolios, las cadenas radiales, las cadenas televisivas, el marketing, los empresarios, los vestuaristas, los agentes de prensa… Todo se banalizó. Cualquier cosa fue denominada rock. Pero el espíritu del reviente permaneció allí, inmutable a través de las décadas, como una especie de carnet que habilita al rokero, lo vuelve legítimo.
Hace falta mucho, muchísimo tiempo para que la sociedad descarte la falsa idea de que el rock (un simple estilo musical) significa bardo, violencia, arruine y descontrol. Asimismo, se está a años luz de comprender que cada vez más gente vive de la música, excepto los músicos. Que todo es un show, que pocas bandas sienten verdadera pasión por la obra, que detrás de tanto humo estamos perdiendo de vista los principios, el significado y el concepto de la música.
Todos somos parte de la sociedad, nadie está libre de obligaciones y derechos. Todos somos culpables de cómo vivimos; y de cómo nos matamos. Confundiendo al rock con bengalas, drogas, alcohol y violencia no hacemos más que alimentar futuros Cromañones. Y ese no es un tema del que tenga que hacerse cargo la Justicia.
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